“Al pecho llevo una cruz y en mi corazón lo que dice Jesús…” es el estribillo de una canción que me encanta desde el día que la escuché por primera vez, cuando tenía 8 años, en clase de religión, en tercero de primaria. Han pasado más de 35 años, y uno de mis sueños se hizo realidad. Desde entonces, quise ir a una jungla, con los indios… y hablarles de lo maravilloso que es Jesucristo”. Quien habla es el P. Juan Ramón de Andrés, L.C., segoviano y que actualmente trabaja apostólicamente en Venezuela. Le hemos pedido que nos escriba su testimonio sobre las misiones de esta Semana Santa.
El viernes 27 de marzo salí a la cabeza de un grupo de Familia Misionera (96 misioneros en total, papás, jóvenes, niñitos de 7 años…) desde Caracas. Nuestro destino: Canaima. Salimos por la noche. 12 horas en autobús. 1 hora y media en avioneta. Y dos días después, 39 de nosotros nos levantamos a las 5:00 am. Nos esperaba una misión: llevar a Cristo a los indios pemones en Sarairaupa. 8 horas en canoa y varias horas más caminando. Llegamos al lugar: sólo una iglesia, un comedor y una escuelita con 3 salones. Acampamos. Tiendas de campaña y hamacas. A los pocos minutos llegaron unos indios pemones, pues ellos viven dispersos por el bosque. Nos estaban esperando desde hace un año, desde la última vez que les visitaron los misioneros en semana santa. Y se corrió la voz: “hay un sacerdote
para confesión”.
Confesiones, bodas, bautizos… en idioma pemón
Y comenzaron a llegar. Llegaban descalzos. ¡Con qué unción, con qué fervor, con qué arrepentimiento lo hacían! Fueron varias horas. A la mayoría no les entendía, pues hablaban en pemón… pero sí pude entender cómo sus rostros iban cambiando de un dolor profundo a una paz y alegría incomparables…
Tuvimos la misa a las 6:00 pm. Y luego cenamos con ellos. Nos prepararon una sopita con un poco de pescado -tumá-, y como no tienen cubiertos, tomábamos la sopa con una especie de “pan”, como masa de pizza, pero hecho de maíz. Luego, a la luz del fuego (allá no hay luz, ni celulares, ni wifi, ni agua…) querían ofrecernos lo mejor para darnos la bienvenida: con un cuatro (una guitarrita pequeña con 4 cuerdas) comenzaron a cantar… ¡qué bien cantaban! Se ve que les gusta cantar y lo hacen muy, muy bien.
Esa noche llovió mucho… y poco pudimos dormir. Misa a las 7. Dos parejas decidieron casarse (una con 7 hijos y otra con 5), y además bauticé a dos niñitos. Las parejas se prepararon con una buena confesión, y estaban felices, ¡y descalzos! (…uno de los jóvenes misioneros, sabiendo que uno de los señores se iba a casar, le regaló sus tenis “para su boda”). De hecho, los niños caminan –algunos hasta una hora- descalzos todos los días para venir a la escuela. Sólo tienen un par de zapatos. Se los ponen antes de entrar a la escuelita, y al salir se los quitan, para que no se les desgasten…
Teníamos que regresarnos pronto para no llegar de noche. Todos los indios nos ayudaron a desmontar el campamento y llevar las cosas, una hora caminando hacia el río. Embarcamos, y jamás se me va a olvidar lo que vi desde la canoa: allí estaban los indios, felices, descalzos, cantando…
De regreso, otras 8 horas. Lluvia, sol intenso, sed… eso sí, un paisaje espectacular… Los famosos Tepuis nos acompañaban, pasamos muy cerca del Salto del Angel… Absorto en esa belleza paradisíaca, pensaba en mi interior, una y otra vez: “valió la pena salir de casa a los 11 años, valieron la pena los 19 años de formación, y valió la pena esperar 15 años de sacerdote… solo por
esas confesiones, esos matrimonios y bautizos”.
Sin sacerdote durante un año
Y le pedí a Dios que envíe más operarios a su mies. Ellos no volverán a ver a un sacerdote, hasta dentro de un año, con el favor de Dios. Toda aquella zona, en estos momentos, está guiada, por un único sacerdote, el P. Xavier, un sacerdote español de Barcelona. La extensión que tiene que cubrir es como el estado de Tejas, casi de grande como España… Y está solo, pues hace unos meses, falleció el también español P. Jaime, que le acompañaba.
Aprendí tanto de esos indios… Comento algunos detalles: un señor viajó todo un día desde su casa para la misa del domingo. Otro señor, ya ciego, desde el año pasado que le visitaron los misioneros, ha ido a misa todos los domingos. Y ahora en semana santa no faltó. Siempre en primera fila, “para ver mejor”. Al final de la misa de Resurrección, sin vergüenza alguna, cantó a pleno pulmón una oración maravillosa de acción de gracias a Dios. Todos ellos se saben el acto de contrición en español, perfectamente, para el final de la confesión. ¡Cómo cantan, qué bien, con qué fuerza, con qué entonación… como que es para alabar a Dios!
Y pensé en nuestras grandes ciudades… ¡cuántas misas cada domingo… y a veces, qué pobres, qué tristes, qué vacías…! Hasta llegamos tarde a la misa sin ningún remordimiento. Ni qué decir sobre el sacramento de la confesión… Estos indios, sí, con sus luchas y sus dificultades, con sus caídas y con sus problemas, pero ¡cuánto nos enseñan a valorar la presencia de Cristo en los sacramentos, cuánto nos enseñan a amar a Dios, a amar a los demás! Y a hacerlo, con alegría.
Sí, quiero volver a Canaima el próximo año, con una cruz en el pecho, con la Santísima Virgen María a mi lado, y con muchos, con muchísimos misioneros más.
A los que están en España, les pediría dos cosas: rezar por las vocaciones, ¡hay tanto que hacer en estos países! Y segundo, si nos pueden ayudar con 20 euros –o con lo que puedan-, será de gran utilidad para preparar la siguiente misión: medicinas, leche, etc. (Yo en julio voy para Segovia para la boda de mi hermano, y podría recoger lo recaudado).
¡Que Dios les siga bendiciendo y no dejen de valorar todo lo que tienen al alcance de la mano!
Fuente Lo+RC