¡Venga tu Reino!
DG LC
Roma, 13 de noviembre 2018
Con motivo de la solemnidad de Cristo Rey
A los miembros del Regnum Christi
Muy estimados en Jesucristo:
En estas fechas en que estamos por iniciar la celebración del Capítulo General de la Legión de Cristo, de las Asambleas Generales de las Consagradas y los Laicos Consagrados y de la Asamblea General del Regnum Christi les envío un saludo muy cordial. Les agradezco de corazón, en nombre de todos los participantes en estas asambleas, todas sus oraciones por el buen éxito de nuestros trabajos y por el futuro del Regnum Christi.
Es providencial que, durante estas importantes circunstancias, celebraremos la solemnidad de Cristo Rey. En esta solemnidad la Iglesia nos invita a dirigir la mirada hacia Jesucristo el Señor, y también hacia su Reino. Así podemos recordar una vez más lo que es esencial en nuestra vocación y misión para iluminar nuestra vida y nuestras decisiones. Por eso invito a todos a aprovechar esta recurrencia litúrgica para renovar el amor al Señor que ha de reinar en nuestra vida personal. Y también para incrementar ese deseo operativo y ardiente para que venga su Reino entre nosotros.
La expresión: «¡Venga tu Reino!», procede de los labios de Jesucristo, nuestro Maestro, como parte de la oración que enseña a sus discípulos. Indudablemente se trata de la oración más amada, más repetida, más comentada a lo largo de los siglos del cristianismo. Este deseo es algo propio e íntimo de todo corazón cristiano: anhelar que Cristo reine, que su Reino venga entre nosotros.
Debemos ser conscientes y meditar juntos qué es lo que pedimos con esta oración, y a qué nos comprometemos. Esta petición, que el mismo Cristo nos enseñó, es un programa de vida personal y de todo el Regnum Christi. Esta plegaria
dicha por todos y cada uno nos une en una familia espiritual y en un cuerpo apostólico que tiene una misión particular confiada.
«Mi Reino no es de este mundo»
Este año el Evangelio de la liturgia de esta solemnidad nos presenta a Jesucristo delante de Pilato, en un momento particularmente dramático de su vida terrena (cf. Jn 18, 33-37). Se acerca inexorablemente su muerte en la cruz. Está por completar la obra de la Redención. Es en este contexto que Jesucristo, delante de quien representa el poder temporal, afirma con autoridad que Él es Rey, que su Reino no es de este mundo.
De este modo nos enseña con claridad que su Reino es algo escondido, interior. Es el Reino que inicia en lo más profundo del alma. Es la presencia misma de Dios que necesita ser recibida y custodiada en la propia intimidad, para que, como fermento, luego vaya transformando todas las demás realidades (cf. Mt 13, 33). Por esto, meditar sobre el Reino es volver a sentir la llamada e invitación a la interioridad virtuosa, a la santidad de vida, punto de inicio y garantía de todo testimonio y apostolado cristianos.
Hoy, frente a los trabajos de las Asambleas y del Capítulo General, tomamos conciencia, una vez más, que esta ha de ser siempre nuestra primera prioridad, por encima de cualquier otra actividad o conveniencia meramente humana.
«Mi Reino no es de este mundo». La predicación del Reino de Cristo es, a la vez, anuncio de la eternidad y recuerdo de la fugacidad de las cosas terrenas. Encontramos esta afirmación en la primera lectura tomada del libro de Daniel: «Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin».
Así nos lo recuerda también la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II:
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: «reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz». El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección (n. 39).
Como miembros del Regnum Christi los invito a tener siempre presente esta prioridad esencial del seguimiento e imitación del Señor, con sentido de eternidad: dejar que Él reine soberano, rechazando todo lo que es contrario a Él y su Reino, escogiendo siempre aquello que implica más amor y virtud, para así ser testigos creíbles y convincentes de Jesucristo y de sus enseñanzas.
«¡Venga tu Reino!» es santificar nuestra vida por la oración, los sacramentos y el cumplimiento de su voluntad. «¡Venga tu Reino!» es santificar nuestra familia, nuestro trabajo y nuestro ambiente por el testimonio de una vida evangélica atractiva. «¡Venga tu Reino!» es santificar la cultura y la sociedad no cayendo en la ideología consumista que nos hace poner los ojos y el corazón en las cosas de la tierra.
Su Reino ha de ser predicado, hecho presente, edificado.
Pero el Reino de Cristo no es sólo interior o futuro. El Reino está ya presente entre nosotros (cf. Lc 17, 21). De este modo inició la predicación de Juan el Bautista y también de Jesucristo mismo: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15).
Jesucristo ha venido entre nosotros para predicar su Reino, para hacerlo presente.
Este testimonio que el Señor da de Sí mismo y que San Lucas ha recogido en su Evangelio «Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades» (Lc 4, 43), tiene sin duda un gran alcance, ya que define en una sola frase toda la misión de Jesús: «porque para esto he sido enviado» (id.) (Pablo VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi 6).
También encontramos este mensaje en el Evangelio ya citado: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad».
«Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7) aun sabiendo bien que esta proclamación no viene sin trabajo y grandes sacrificios (Mt 11,12) pero asegurando que Él dará lo demás por añadidura.
Y de ahí nace lo que llamamos el celo apostólico. Es decir, el sumarse a ese esfuerzo de toda la Iglesia por dar a conocer al Señor quien se muestra por medio de su mensaje, sus invitaciones, sus mandatos. Es el deseo de cumplir el mandato de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio (Mt 28, 19-20) que es Cristo mismo. Cuando se ha encontrado a Cristo, nace el deseo permanente de darlo a conocer.
Así lo afirma el Papa Francisco en la exhortación Evangelii gaudium:
El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos algunas expresiones audaces de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Co 9,16).
La tarea de predicar el Evangelio, de dar a conocer a Cristo y su Reino es hermosa y llena de alegría para quien transmite el tesoro que ha encontrado. Por eso el Papa Francisco exhorta a toda la Iglesia:
Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo» (citando a Evangelii nuntiandi 80) (Evangelii gaudium 10).
En esta próxima Solemnidad de Cristo los invito a renovar este deseo ardiente de evangelizar que nos caracteriza como Legión y Regnum Christi.
Estoy convencido de que es esta la principal razón por la cual Jesucristo ha suscitado esta obra, que es suya, y que nos ha encargado, como pueblo sacerdotal, una tarea, una misión. Así lo leemos en la segunda lectura de este día: «Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1, 5-8).
Es esta certeza de que Él mismo nos ha convocado la que nos estará guiando en estos días de las Asambleas y del Capítulo General, conscientes de que todo nuestro esfuerzo ha de estar dirigido a ser mejores apóstoles de Jesucristo, mejores evangelizadores, mejores testigos de su Reino, es decir, mejores testigos del bien, de la verdad y de la gracia.
Les pido que sean siempre apóstoles de Jesucristo y que en esa misión continúen orando intensamente por los que estaremos en el Capítulo y Asambleas terminando de expresar juntos algo del don recibido, con la certeza de que el Señor nos acompaña. Agradezco las iniciativas de oración a nivel local, territorial e internacional. Invito a todos a una jornada de intercesión que tendrá lugar el 16 de noviembre, que es el viernes anterior al inicio del Capítulo y Asambleas Generales, para que el Señor nos conceda la gracia de dar el paso que en este momento Él tiene pensado para el Regnum Christi. Se pueden encontrar algunos materiales de apoyo en este enlace.
Me despido asegurándoles mis oraciones y pidiéndoles las suyas.
Afectísimo en Jesucristo,
Eduardo Robles-Gil, L.C.