Mi primera obligación como cristiano, antes de escribir algo más o menos concienzudo, es recordar a todos aquellos que han muerto a causa de esta pandemia y pedir a Dios que brille para ellos la luz eterna de su bondad y de su misericordia. Y también a todos los que sufren a causa del contagio.
La dramática situación mundial provocada por el Coronavirus ha trastocado la agenda de toda la humanidad. Esta pandemia nos está haciendo pensar más en la muerte que en la vida. Nos ha obligado a pensar en Dios más que en nosotros mismos. Ha acallado nuestras ideas de progreso en todos los niveles de la existencia humana, lanzándonos al misterio de la providencia.
Y ante tanta tragedia y desconcierto, ¿Cómo hablar de una bondad de Dios? ¿Hay un mensaje detrás de esto? Tres son las actitudes tentadoras frente a esta situación: racionalismo exacerbado, fideísmo ingenuo o escepticismo indiferente.
Sosteniendo irónicamente que la bondad de Dios castiga a la humanidad, el racionalismo exacerbado de algunos se pregunta: ¿Por qué Dios castiga al hombre? ¿Esta pandemia es un castigo divino? ¿Será que nos hemos equivocado o es a Dios que se le escapó algo? El fideísta ingenuo baraja preguntas interesantes: ¿Sacará Dios lo mejor de tanto mal? ¿Esto no será una consecuencia de nuestro olvido de Dios? ¿Esta prueba traerá algo bueno? El escéptico indiferente está cumpliendo a rajatabla su cuarentena establecida y frente a tantos muertos e infectados, desde su sofá comiéndose unas galletas con chocolate caliente, exclama: el muerto al hoyo y el vivo al pastel.
El racionalista terminará frustrado exigiendo respuestas donde no las hay. Pues ni siquiera han descubierto aún la vacuna o cómo se reproduce con exactitud éste nuevo virus. ¡Racionalista frustrado! El fideísta terminará perdiendo su contacto con la realidad. Negándola, hará que tarde o temprano esta situación no exija sólo la fe, sino también respuestas inteligentes frente a una crisis real.
El escéptico indiferente se convierte en un insoportable, pues no mira más que el propio ombligo. No cree en Dios y no se compadece del hombre. ¡Se convierte en un narciso insoportable!
Asumir una de estas posturas es común y cómodo. O te cuestionas ante la realidad, o crees que todo se arreglará con el auxilio divino y cruzas los brazos, o suspendes un juicio y te desentiendes de todo. El que escribe es cristiano católico y, por tanto, afirmo que ninguna de las tres posturas es sensata, humana, y, por tanto, cristiana. Entonces, ¿Qué postura tomar?
En el Colegio Internacional de los Legionarios de Cristo en Roma los padres y hermanos están bien, están tratando de seguir las normas y prevenciones para evitar el contagio. Pero ciertamente cada uno está afrontando esta situación a su modo. Como almas consagradas no podemos asumir ninguna de estas posturas, de las que se habló antes, sino aplicar aquello que se le atribuye a San Agustín: «ora como si todo dependiera de Dios y trabaja como si todo dependiera de ti». Por tanto, frente a esta situación se necesita una postura de fe basada en un realismo, donde se es consciente del límite y del peligro, que evita caer en la indiferencia.
Con este espíritu se han llevado a cabo cada día adoraciones al Santísimo Sacramento intercediendo por los enfermos y médicos que desgastan su vida por el bien de los demás y del viernes 20 al sábado 21 se tuvo 24 horas de adoración con este fin. Igualmente, los hermanos de la Dirección General se han subido al techo de la casa para dar unas palabras de ánimo a los vecinos, ofrecerles un concierto y ser presencia viva de Dios en estos momentos difíciles.
Ciertamente Dios no es el que ha producido el virus, sino que desafortunadamente la naturaleza se escapa de nuestras manos y a causa de imprudencias y límites humanos. Desde la fe cada cristiano afronta esta situación con realismo y con paciencia, porque sabe que es en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El cristiano es esperanza y consuelo dentro de un mundo probado por el dolor, así como el alma resplandece en un cuerpo llagado y adolorido.
Al mismo tiempo el COVID-19 está dando una lección a creyentes y no creyentes. La lección de que somos seres humanos frágiles, que damos importancia a tantas banalidades en esta vida. Ahora nos toca caer en la cuenta de que la vida es un soplo. ¡Se vive para la eternidad! Y, por si fuera poco, esta situación dice que la ciencia es limitada, que no es capaz de resolver y tener el control de la existencia como si fuera su dios. La ciencia hace reverencia ante el misterio de la vida, de la muerte, del cielo… ¡Se arrodilla ante Dios!
Al fin y al cabo, la esperanza de toda la humanidad es que haya una luz al final de este túnel. La ciencia por ahora tiene más dudas que certezas, mientras nosotros, que creemos desde el drama de esta catástrofe humanitaria, tenemos más certezas que dudas. La certeza de que el hombre materialista y consumista de nuestro tiempo sabrá dar el primer lugar a Dios en su vida. La certeza de que aprenderemos la necesidad de la relación, de la cercanía humana, del diálogo, del otro como don de Dios. La certeza de que cuidaremos y usaremos nuestra casa común con mayor responsabilidad, previendo las consecuencias para las futuras generaciones. La certeza de que somos más humanos, reconociendo nuestros límites, y por eso más humanos, más humildes, más abiertos al don de la vida y del justo y necesario progreso de nuestros pueblos. La certeza de que todas nuestras actividades diarias, ahora reducidas u obstaculizadas, poseen la trascendencia del bien común y de la generosidad en la construcción de un mundo mejor ¡Y tantas otras certezas!
Ante el dolor y la muerte que hoy martirizan nuestro planeta evoco el diálogo del padre Paneloux y el doctor Rieux de la Peste del novelista y filósofo francés, Albert Camus. Se moría un niño en el tétrico panorama africano. «Ante aquel escenario dramático dice Paneloux: “acabo de comprender lo que se llama gracia”. A lo que responde el doctor: “no quiero discutir eso contigo. Juntos trabajamos para cualquier cosa que nos una a pesar de nuestras plegarias y blasfemias…”. Y dice el cura: “pero usted también trabaja para la salvación del hombre”. A lo que Rieux le contestó: “la salvación del hombre es una palabra demasiado grande para mí […] lo que me interesa en primer lugar es su salud”. Y a pesar de sus diferencias y de sus creencias, le confesó el sacerdote: “lo que odio es la muerte y el mal. Ahora estamos juntos para combatirlos”. A lo que Rieux respondió: “ni el mismo Dios nos puede separar a partir de ahora”».
Todos estamos juntos en este momento. Toda la humanidad, creyentes y no creyentes, combatiremos juntos. Estamos juntos porque nos preocupa el hombre, su cuerpo y su alma. Nos preocupa nuestro mundo, esta vida y nuestro destino. ¡Nada y nadie nos es indiferente! Dios sabrá sacar bien del mal como siempre ha hecho a lo largo de la historia y nosotros comprenderemos que la gracia y la salvación del hombre no son esfuerzos nuestros, sino gratuidad de Dios que en Cristo nos mostró también la tonalidad menor de la gracia: la cruz.
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