Por P. Vicente D. Yanes, LC
De todos los descendientes de la casa de David es probable que San José se encontrara entre los más ordinarios y que él habría de ser el elegido por Dios para acompañar a su Hijo es algo que con toda certeza nadie pudo imaginar. «Pero los hombres se fijan en lo externo, mientras que Dios ve en el corazón del hombre» (1S 6,17). Y en el corazón de ese hombre Dios halló todo lo que necesitaba para la misión que le iba a confiar.
De San José dice la Escritura que era «un hombre justo» y quizá el camino de este Gran Patriarca hacia la santidad fue precisamente éste: ser «justo un hombre», aceptar su condición de creatura y de hijo con humildad, pero con una gran confianza en Dios su Padre. Allí donde otros podrían encontrar pobreza y limitación el santo varón encuentra la senda que conduce a la vida: vivir, como consecuencia de la propia carencia, unido a Aquel que es la fuente de todo. Un hombre justo es aquel que sin pretensiones realiza su misión, dando todo lo que es y todo lo que puede, y aún sabe dejar a Dios la parte más importante sin estorbarle, sabiendo que Él es quien da el crecimiento (cf. 1Cor 3,6-9) y cada uno de los frutos (cf. Jn 15,1-5) hasta llevarla a su total cumplimiento (cf. Flp 1,6). El hombre justo es justo un hombre, que deja a Dios ser Dios, le da culto con su vida totalmente puesta en sus manos y colabora con fidelidad y amor en aquello que le pida su Señor y su Padre.
La «fórmula» de la santidad para la vida y la misión que nos presenta San José (sin escribir ningún tratado fuera de su propia vida) fue ésta: sé ese hombre que Dios quiere de ti y nada más que eso, pero no lo seas un solo minuto sin Dios o lejos de Él. En una palabra, su justicia fue esto: humildad.
Si la humildad es lo que somos, no sabemos lo que es la vida (ni podemos entender sus lecciones) sin humildad. El que es humilde sabe, porque mira las cosas desde Dios. «Donde hay soberbia, allí habrá siempre ignorancia; más donde hay humildad, habrá sabiduría». El humilde es sabio porque escucha más a Dios que a sí mismo.
La humildad nos prepara para el don divino, para recibir la gracia y para que Dios pueda realizar en nosotros su obra: sólo quien se sabe pobre, pide. No reclama, ni exige ni piensa que lo merece. «Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia» (St 4,6).
La humildad nos permite reconocer más fácilmente nuestros errores, sin tantas complicaciones, y saber pedir perdón, perdonar y aceptar y mirarnos unos a otros con misericordia. «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre ustedes?» (St 4,1). Sin duda, de la falta de humildad: de olvidarnos de que todos tenemos límites y carencias, pero que Dios nos invita a tratarnos unos a otros con misericordia como Él lo es con nosotros (cf. Lc 6,36-38).
El hombre humilde se somete a Dios por amor, a lo que el Señor le mande pues lo reconoce como su Padre, y por eso enfrenta al diablo y sus tentaciones seguro, porque sabe que Dios está con él y él en con Dios y por eso no ha de temer (cf. Sal 23). Al humilde no lo vencen tan fácilmente las argucias del enemigo, porque su corazón a Dios ya se ha vencido. «El que se humilla será enaltecido» (Mt 23,12); palabras de Jesús, promesa segura.
En San José se cumple perfectamente lo que dijo Sir James Matthew: «La vida es una gran lección de humildad». Esta vida en concreto es un perenne panegírico a la humildad. San José fue santo porque fue justo, fue justo porque fue humilde. Y como «Humildad es andar en verdad» en palabras de la Santa Doctora de Ávila, podemos concluir que para ser humildes es preciso que tratemos mucho con Dios en la oración y en la vida: eso es andar en verdad. Aprovechando la mención Santa Teresa ella dijo también:
«No me acuerdo hasta ahora de haberle suplicado cosa a San José que haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este Bienaventurado Santo. No he conocido de persona que de veras le sea devoto que no la vea más aprovechada en virtud, porque aprovecha en gran manera a las almas que a él se encomiendan. Sólo pido por amor de Dios que lo pruebe quien no lo creyere y verá por experiencia el gran bien que es encomendarse a este glorioso Patriarca y tenerle devoción».
Contaba la Santa que durante 40 años no había dejado pasar una sola fiesta de San José sin pedirle una gracia especial y que siempre había sido escuchada. Por si queremos hacer la prueba ahí queda la recomendación.
No creo que sea exacto pensar que «San José nunca habló» (o que “casi no hablaba”). Más bien habría que reconocer que sus palabras más importantes fueron sus acciones. El cumplimiento de la voluntad de Dios, con sencillez y sin ánimo de protagonismos, fue su principal discurso. Que pudo ser de pocas palabras, puede ser y no lo sabremos. Pero más que hablar, en lo que San José demostró ser un orador elocuente fue en la fe, esperanza y caridad con la que vivió. Fue humilde lo que no era fue un charlatán.
¿Qué nos diría San José en un día como hoy? Creo que sin problema nos remitiría a las palabras del Apóstol «Lo que hagan, háganlo con toda el alma, como para servir al Señor y no a los hombres; sabiendo bien que recibirán del Señor en recompensa la herencia. Sirvan en todo (como hice yo), a Cristo Señor» (Col 3,23-24).
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