Por Jacobo Portillo, LC
En el salmo 69, encontramos en el versículo 21, esta exclamación que bien puede referirse al Corazón de Nuestro Señor Jesucristo: «espero compasión, y no la hay, consoladores, y no encuentro ninguno».
De forma parecida lo expresó el mismo Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita en la cuarta revelación: «He aquí este corazón que tanto ha amado a los hombres, que nada recibe en reconocimiento de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este Sacramento de amor […] Al menos tú ámame».
Para responder a este deseo de correspondencia, desagravio y reparación surgió la «Guardia de Honor del Sagrado Corazón» en el Monasterio de la Visitación de Santa María de Bourg-en-Bresse (Francia), el 13 de marzo de 1863. ¿En qué consiste esta Guardia?
La primera guardia de honor históricamente tuvo su punto de partida en el Calvario, su base en la Herida del Corazón de Jesús, sus modelos en los que rodeaban la Cruz solitaria cuando ese Corazón fue abierto por la lanza: la Santísima Virgen, san Juan y santa Magdalena. Desde entonces, y en esto consisten la Guardia de Honor, miles de personas eligen una hora al día para dedicársela al Sagrado Corazón de Jesús, al mismo tiempo que continúan con sus obligaciones habituales.
La composición del presbiterio de una capilla legionaria es una sobria representación del Calvario y en ellas, «Cristo crucificado con el costado abierto por la lanzada, es para nosotros la imagen del Sagrado Corazón, que ofrece al mundo su amor redentor» (CVV 474).
Pues bien, saberse Guardia de Honor tiene por destino desagraviar y honrar el Corazón de Jesús abierto y traspasado en la Cruz por la lanza del soldado; un Corazón vivo y que continúa siendo herido por los pecados, por la falta de amor.
Cada vez que un sacerdote celebra la Eucaristía actúa in persona Christi, especialmente en el momento de la consagración y en ese sentido no puede ser mayor su identificación con Él de cara a honrarle y consolarle. Ahora bien, no todo queda ahí; inmediatamente después de la consagración, el sacerdote hace las funciones de un verdadero guardián de su Corazón Eucarístico, custodiándolo y honrándolo en la patena y el cáliz. En esos momentos, bien lo sabe el sacerdote, el Corazón de Jesús busca compasión y consuelo; en los labios del legionario, en sus manos y en su corazón el Señor puede encontrarlo: ¡gracias legionario!
Cada vez que un legionario se coloca cerca del Sagrario, delante del crucifijo y cerca de María, hace las veces de San Juan Evangelista y de esa forma junto con María se convierte en un verdadero Guardia de Honor del Sagrado Corazón. De esta forma, en su casa, en el colegio, en el centro de Reino o ante cualquier sagrario, aunque no sea consciente de ello, se convierte en un guardia del honor de Jesucristo, su Señor.
Si además de forma fija y habitual todos los días, se propone dedicar y ofrecer una hora al día para honrar y reparar al Corazón de Jesús mientras desarrolla su ocupación ordinaria. Se experimentará cómo esa cita diaria con el Sagrado Corazón se convierte en una especie de ventana al cielo, que oxigena el alma con la presencia agradecida y generosa del Sagrado Corazón de Jesús verdaderamente satisfecho en sus deseos de correspondencia. Para ello, basta una sencilla actuación, una mirada interior, una dedicación de esa hora que te convierte sin esfuerzo en guardián, en soldado de su Corazón, en custodio del honor de Jesucristo. Esa cita, esa mirada diaria, esa sencilla dedicación y atención, se convierte en una gran recompensa por el afecto que el guardián recibe de su Señor; ahí es donde se experimenta que verdaderamente se hace «presente el misterio de Cristo que reúne en torno a sí a los apóstoles y les revela el amor de su corazón» (CLC 4).
La experiencia de la hora de guardia al Corazón de Jesús es un saborear, un íntimo gustar lo que el número once de nuestras Constituciones nos propone respecto a la instauración del Reino de Cristo, «dejarse penetrar por el amor de Cristo hacia la humanidad, para que Él reine en el corazón de todos los hombres» (CLC 11).
En definitiva, cuando uno se sabe guardia del Corazón de Jesucristo, verdaderamente «se encuentra el amor misericordioso de Dios, que le lleva a abrazar la cruz en la propia vida, reparar por los pecados y entregarse a los hombres» (CLC 9). Y así, se hace realidad aquello que cada legionario afirmó en el día de su consagración: «para cuyo cumplimiento confío en el auxilio de la gracia divina, en los méritos infinitos del Corazón de Jesucristo, y en la intercesión de la Santísima Virgen María y de nuestros santos patronos y protectores, a quienes en este día humildemente invoco» (CLC 95).
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