El p. Celso Júlio da Silva, LC, nos recuerda en este escrito la grandeza del nacimiento de Jesús, invitándonos a abrazar su paz y gloria.
Ante el pesebre, mientras el corazón humano anhela contemplar a Dios, Dios concede entonces una señal: “encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 7).
Dios siempre insiste en que pidamos señales así cuando le dijo a Acaz: “¡Pide para ti una señal de Yahvé tu Dios, bien en lo más hondo de la tierra o arriba, en lo más alto!” (Is 7, 11). El profeta Isaías anuncia luego la señal que habita los cielos y baja hasta lo profundo de la tierra: “mirad, una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel” (Is 7, 14). Pedir una señal y recibirla con un corazón sencillo como el de los pastores del evangelio conlleva reconocer que esa señal abarca lo más alto del cielo hasta lo más profundo de la tierra de nuestro corazón.
¿Qué es entonces lo más alto y lo más profundo que se presenta como una señal para los hombres? El evangelista Lucas apunta la presencia de esa señal en lo alto y en lo profundo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14). Gloria y Paz se tocan en la cuna de Belén. La Gloria en lo alto y la Paz en lo profundo, he aquí la señal del que descansa en el pesebre.
Admirablemente, Orígenes, gran maestro de época patrística, comenta así la inmensidad de Dios: «¡La señal propuesta es mi “Señor” Jesucristo! (…) En lo profundo puesto que “él es el que bajó”, y también “en lo alto”, puesto que “él es el que subió sobre los cielos”. Sin embargo, respecto a mí, esta “señal” … de nada me sirve si no se vuelve para mí el misterio de su “profundo” y de su “excelso”. Cuando haya acogido el misterio de Cristo Jesús, en su “profundo” y “su excelso”, entonces recibiré la “señal” según el precepto del Señor… Si desde luego hay alguien que sepa hacer uso de una consideración espiritual, comprenda que la expresión: “en lo profundo y en lo excelso” no se dice como presentando una alternativa; significa precisamente que abraza una y otra cosa» (Orígenes, Homilías en Isaías, II, 1). Siendo así, acoger esa señal es acoger en nuestro corazón a Cristo, que se merece la Gloria y que nos trae la Paz.
En esta Navidad de nada sirve que cantemos la Gloria de Dios en el cielo y su Paz entre los hombres, si el misterio de su venida no entra en nuestro corazón. El misterio de un Dios que habita los cielos y viene a armar su tienda entre nosotros (Cfr. Jn 1, 14) se acoge en su totalidad. La Gloria de Dios va unida a la Paz que los hombres anhelan y se esfuerzan por establecer entre sí por la gracia de la presencia de Dios.
¿De qué nos sirve saber que el Verbo se hizo carne si no hemos abrazado su gloria y su paz encarnándola en nuestra vida, en nuestro mundo en guerra, en nuestra familia, en nuestro alrededor? Acoger la señal como los pastores significa poner nuestra esperanza en un Niño que ha caído en el surco de esta tierra como un ligero rocío de la mañana. Su presencia en lo más profundo de nuestra existencia humana es la alegría de una esperanza que no defrauda. Con el salmista con ese abrazo de Dios a toda la creación: “Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque. Delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra: regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad” (Sal 96, 11-12. 13).
Está claro que pedir señales es muy fácil, pero recibir señales implica mucha docilidad. No en vano a unos humildes pastores les fue dada la gracia de ver una señal tan sublime en lo profundo de una cueva. Nadie puede contemplar la grandeza de Dios si no tiene la humildad de buscarlo en la sencillez de una cueva, donde no hay más que “un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. La humildad ante el pesebre es la única llave que puede abrir la puerta de la fe de todo cristiano para ver “lo excelso y lo profundo” de Dios en la tierna carne de un Niño. Al fin y al cabo, a Dios no podemos comprender completamente y menos si nuestros ojos simplemente ven a un pequeñín.
Sin embargo, con la humildad de pedir una señal y acogerla en la fe podremos entonces acercarnos al Belén reconociendo la grandeza de Dios en la humilde manifestación de un nacimiento para nada aparatoso. Porque en esto sí tenía razón Casiodoro cuando afirmó que “demasiada grandeza es comprender su pequeñez” (Casiodoro, De anima c. 11). Sí; si somos humildes, la pequeñez de un Niño engrandecerá nuestra alma y aceptaremos que lo excelso y lo profundo se han puesto de acuerdo en esta Navidad. Sí, demasiada grandeza es comprender su pequeñez, es decir, el que nace es inmenso porque ha asumido la estrechez de lo humano. Siendo así, es comprensible que la eternidad abrace el tiempo, si fuera lo contrario, sería no sólo difícil de creer, sino incluso de entender.
Gloria y Paz. La señal acostada en un pesebre que vemos con los ojos humildes de la fe es el Señor del Cielo y de la Tierra, de lo excelso y de lo profundo, de la Gloria que se merece como Dios y de la Paz que trae a los hombres. Pero a este paso no hay que pensar en la paz a grandes escalas- aunque la necesitamos más que ayer-, basta echar un vistazo a nuestro alrededor. Es más, basta echar un vistazo dentro de nosotros mismos. ¿Hay paz? De veras, ¿hay paz en lo profundo de nuestra alma?
Ese Dios que abraza lo más alto del cielo es el mismo que en esta Navidad quiere abrazar lo más profundo y recóndito de tu corazón. Él quiere unir la gloria que hoy le das a la paz que tú necesitas y no sabes quizás cómo pedírselo. Al acercarnos un año más al pesebre dejemos que ese Niño, cual señal del cielo, abrace nuestra vida dividida y con discordias de por medio. Pide la gracia de la paz dentro de tu alma, pues ese Niño quiere ser Señor también de lo más profundo de tu ser, allí donde sólo entras tú con Él.
¿De qué sirve ese Niño acostado en un pesebre un año más si tú no dejas que él te abrace con su paz? ¡Pide una señal para ti, como Acaz pidió una señal para él! ¿Por qué en todas las Navidades pides tantos regalos materiales y siempre terminas vacío e insatisfecho? Porque pedir lo esencial es de almas nobles. Se requiere sólo un corazón humilde, como el de los pastores, que no hacen tantas preguntas ni ponen peros ante el misterio de su nacimiento. La paz que este mundo necesita y que nosotros también anhelamos es al mismo tiempo la gloria de Dios.
Cuando se reconoce en el hermano y en la hermana su dignidad y su valor a los ojos de Dios; cuando se respetan los derechos de un pueblo, de una nación, de una cultura; cuando se comprenden y se integran las diferencias de opiniones, de modos de pensar y de hacer las cosas; cuando se escucha con respeto y atención a aquel que necesita desahogarse; cuando damos un poco de nuestro tiempo a quien necesita; cuando sabemos callar aquello que podría ser una bomba capaz de herir o matar nuestra familia, nuestra comunidad, nuestro prójimo; cuando nos quejamos menos y agradecemos más, es cuando damos gloria a Dios y hay paz en la tierra.
Hoy ante el pesebre ha bajado una señal de lo más alto del cielo. Sólo los humildes de corazón pueden ser abrazados hasta lo más profundo del alma por el Hijo de Dios que ha venido para tocar lo más profundo de nuestra humanidad. Él es la Gloria y sólo Él nos ofrece la Paz. Su carne es la única fuente de paz que acabará con el odio y la guerra. En su carne tierna y frágil, hoy todos lo que sufren encuentren un lugar, un descanso y un sentido en medio de los sufrimientos. ¡Sólo Él es nuestra esperanza y nuestra paz!
¡Feliz Navidad!
Otras reflexiones del P. Celso Julio da Silva, LC: