Un Camino Inesperado
En mis planes nunca estuvo ser sacerdote. Yo tenía otros sueños, otras metas. Mi vida estaba enfocada en el fútbol, en ser deportista profesional. Durante años, todo giraba en torno a esa meta. Pero poco a poco fui descubriendo que mis planes no eran los mismos que los de Dios. Y entender eso no fue fácil.
Descubrí lo difícil que es tratar de vivir la “opción B” cuando toda tu vida estuvo enfocada en la “opción A”. Ese fue el momento en que me perdí. Empecé a hacer todo aquello que antes consideraba malo, lo que me alejaba de mis propios sueños. Me dejé llevar por lo pasajero, por lo que llenaba solo por instantes. Y con eso llegó un vacío que no supe cómo llenar.
Llegó el momento de comenzar la universidad. Vivía sin rumbo, sin sentido, refugiándome en lo inmediato para no pensar en lo que realmente me faltaba. Hasta que un día, sin esperarlo, recibí una invitación: ir de misiones. No era que rechazara la religión, pero la idea de dormir mal, de convivir con desconocidos y de hablar de Dios no me atraía en lo absoluto. Ya tenía otros planes de viaje, así que acepté la invitación solo por compromiso, sabiendo que no iría. Pero, para mi sorpresa, mi viaje se canceló y, con solo tres días de diferencia, las misiones se convirtieron en la única opción para salir de Veracruz.
Sin entusiasmo ni expectativas, llamé y confirmé mi asistencia. Pero desde el primer momento, todo se sintió incómodo. Subí al camión sin conocer a nadie y los primeros tres días fueron un suplicio. Dormir mal, bañarme mal, comer mal, rodeado de gente desconocida, intentando hablar de un Dios que, aunque creía en Él, en realidad no conocía. Todo dentro de mí gritaba que me fuera. Y estuve a punto de hacerlo.
Pero entonces, mi responsable de equipo me dijo algo que me hizo quedarme: “Ya estás aquí, aprovéchalo.” Por alguna razón, esas palabras me hicieron sentido. Decidí quedarme.
Fue un Jueves Santo, un 21 de abril. No puedo explicar cómo ni por qué, pero en la adoración frente al Santísimo, algo cambió. Percibí que alguien estaba ahí; que alguien me miraba y que yo lo miraba a Él. Por primera vez, de verdad creí.
Esa experiencia me marcó. No pensé en absoluto en el sacerdocio en ese momento, pero sí supe que la vida que llevaba no era lo que realmente quería. Al regresar de esas misiones, intenté seguir con mi rutina, pero las mismas cosas que antes me daban placer ahora me pesaban. No solo en lo moral, sino en lo más profundo de mi ser. Sabía que Dios me había creado para algo más.
Conocí el Regnum Christi, conocí gente nueva y también me fui llenando de Dios, de apostolado, de entrega a los demás. Y en ese camino decidí irme un año de colaborador. Sentía que lo que había experimentado tenía que compartirlo.
Fue en el cursillo de colaborador cuando, por primera vez, pensé en ser sacerdote. Y me aterraba. No era lo que tenía planeado para mi vida. Pero, al mismo tiempo, dentro de mí todo empezaba a hacer sentido. Durante ese año, sin darme cuenta, fui discerniendo la invitación de Dios de seguirlo de una manera que jamás hubiera pensado.
Dios fue confirmando su llamado poco a poco, a través de decisiones que implicaban renuncias y renuncias que abrían nuevas puertas. Hasta que di el paso.
Desde entonces, mi vida ha sido un continuo caminar hacia Él. Dios no nos revela todo el camino desde el principio, pues su invitación siempre es un camino de amor y el amor siempre implica confianza y abandono y así ha sido hasta el día de hoy.
Hoy, miro hacia atrás y doy gracias. La aventura sigue, la historia continúa. Y mi corazón sigue latiendo de emoción por lo que Dios me tiene preparado.
En mis planes nunca estuvo ser sacerdote, pero con el tiempo fui descubriendo que los planes de Dios eran distintos a los míos. Hoy puedo decir con certeza que Dios siempre va más allá de lo que imaginamos y nos sorprende de formas inesperadas. Solo hace falta estar dispuestos a dejarnos sorprender.