Soy el P. Diego José Lobo Mendoza y soy de Tovar, estado Mérida, Venezuela, nací el 17 de marzo de 1995 y me bautizaron el 20 de abril de 1996 en San Juan Bautista de Mérida. En mi casa éramos 6, mi papá y mi mamá, mi hermano mayor, y mis abuelos maternos.
De pequeño era un niño como todos los demás: normal, desastroso y a veces mal portado, pero también cariñoso y juguetón. Un momento del llamado, y creo que es unos de los recuerdos más antiguos que tengo: cuando tenía como 6 o 7 años, fuimos a una misa y no sé por qué pasamos a saludar al sacerdote, y se estaba quitando los ornamentos y a mí eso me llamó la atención, porque parecía un mago con sus túnicas y me dije que de grande quería ser sacerdote, porque me quería vestir como él.
Hice mis primeros años de catequesis y me estaba preparando para mi primera comunión. Durante ese tiempo, hacíamos obras de teatro religioso con los demás niños del catecismo y cantábamos en un coro, que unas monjitas habían hecho con los niños de la parroquia. Representábamos el evangelio del domingo o algún pasaje de la Biblia y recuerdo que unos de los papeles que me tocó fue el ser Samuel, en el pasaje del llamado, y recibir ese llamado de Dios en la obra se me quedó grabado, porque algo sentía ya desde esos años.
Después de recibir mi primera comunión, fecha que recuerdo con gran cariño, porque empecé a acercarme más a Jesús, y a veces buscaba cualquier excusa para ir a misa y recibirle y que nunca me faltara mi confesión en los viernes primeros de mes. Comencé a ser monaguillo en la parroquia donde estaba el P. Railí y que luego le pedí fuera mi padrino de confirmación y lo pedí por ese ejemplo que me dio de ser sacerdote entregado, de alguien que se preocupaba por su pueblo. Desde los 6 años quería ser sacerdote, y mi pensamiento, en ese momento fue: “si quiero ser sacerdote, supongo que por aquí se empieza, siendo monaguillo”.
En el colegio me portaba como todos los demás, no sobresalía por ser bueno ni por ser malo, era inquieto y saludaba a todos. Tenía buenos compañeros que jugábamos y a veces nos peleábamos con los del salón de al lado por tonterías, pero ya luego hacíamos las pases. Por las tardes tenía clases de musica y de pintura, y algo aprendí, aunque a veces me aburría, pero al menos estaba ocupado.
Cuando empecé a ser monaguillo esas clases por la tarde empezaron a disminuir, porque iba más seguido a la iglesia, iba los jueves a tener un ratito de adoración con el Santísimo, los viernes era el día que me tocaba mi servicio de monaguillo en la misa de la parroquia, y me gustaba ir porque éramos pocos los que ayudábamos ese día y me tocaba ayudar más en la misa. Después de la misa teníamos reunión de monaguillos, donde el párroco nos daba alguna clase de formación, nos enseñaba servir el altar y preparábamos la misa del domingo.
El sábado tenía catecismo y por las tardes ayudaba si había algún bautismo, porque el párroco nos pagaba un helado y un refresco si le ayudábamos. El domingo era día de ir a misa, ayudaba en el altar y de regreso a casa a descansar, hacer tarea y dormir para empezar una nueva semana.
Estaba en 5to de primaria y mi familia ya me dejaba ir solo a algunos lugares, sobre todo iba solo a la iglesia o a las clases de arte, entonces me sentía como un niño grande, y tenía el ejemplo de mi hermano que él ya iba solo y hasta compraba algunas cosas. Entonces tenía esa confianza de mi familia para hacer ese servicio como monaguillo. Fue en ese tiempo de catecismo cuando mi familia se acercó bastante a la Iglesia, mi hermano y yo estábamos en catecismo y pues todos aprovechaban e iban a misa y se confesaban, y crecí en ese ambiente de fe que se practicaba.
Más o menos, cuando hice mi primera comunión, le dije a mis papás que quería ser sacerdote, me vieron y me dijeron que estaba bien, pero que iban a ver dónde podía entrar, a qué seminario podía ir, yo estaba en primaria y por eso me dijeron que todavía había tiempo, pero me apoyaron en ese sueño que tenía. Escucharon del seminario de San Cristóbal, en otro estado, que recibían desde el primero de secundaria, el de mi diócesis recibía en tercero de secundaria. Y una tía les había contado que conocía un seminario en Barquisimeto, donde estaba un conocido, de unos padres legionarios de Cristo.
Por ese tiempo llegaron los padres legionarios a mi pueblo y me invitaron a mi hermano y a mí a ir a la apostólica. Yo no podía entrar todavía porque no había terminado la primaria. Llegan a mi pueblo, primera vez que iban por ahí, y el párroco les dijo que hablaran por la radio y dijeran lo que iban a hacer y dónde iban a estar, y eso lo escuchó mi abuela y le dijo a mi papá.
Mi papá iba a mi escuela y a la secundaria de mi hermano para preguntar cómo nos potábamos y ver las calificaciones, y cuando él va saliendo de mi escuela, ve a los padres legionarios que van entrando, les saluda y les dice: “¿serán ustedes los padres que yo estoy buscando?”, y ahí comenzó el camino para entrar a la apostólica. Mi papá les dice que yo soy monaguillo y ellos ya tenían una charla con los monaguillos ese día por la noche.
Los padres llegan a la reunión, dan una charla sobre la apostólica, muestran fotos y mi papá llevó a mi hermano para que también conociera, separan a algunos niños y entre ellos está mi hermano y me invitan a mí, aunque ya sabían que yo no tenía edad. Y nos invita a una convivencia, fuimos y mi hermano volvió para entrar a la apostólica, yo lo iba a visitar de vez en cuando porque nos quedaba lejos la apostólica (mi hermano terminó la apostólica, hizo un año de noviciado y después de un discernimiento, vio que Dios no le llamaba por este camino). Luego me invitaron a mí para una convivencia. Entré a la apostólica el 16 de julio del 2007, día de la Virgen del Carmen. Y Dios tenía el plan que después de mi primer año en la apostólica, nos mudáramos a Mérida, a una hora de mi casa.
A mí me tocó la fundación de esa apostólica. No había nada, solo un edificio en construcción, sin ventanas ni puertas, y éramos unos 100 apostólicos llenos de energía que querían la apostólica como su casa, y nos pusimos manos a la obra en arreglar los jardines mientras terminaban las obras de los edificios. Ese primer año en la nueva casa, dormíamos en una casa de retiro que nos prestaron mientras los dormitorios quedaban listos, y en esa casa teníamos la misa y las actividades de la tarde, el resto lo teníamos en la nueva apostólica, clases, comida, estudios, juegos, un rato de trabajo en jardines o de acomodar cosas, y nos regresábamos a la casa de retiro para bañarnos, rosario, cena y a dormir.
Lo que me encantó a ser legionario y me atrapó de la espiritualidad fue la gran caridad que se tenían los seminaristas, veía que todos se preocupaban por todos: en el juego, en la mesa, en las conversaciones todos eran muy amables, educados. Y sobre todo ese espíritu misionero, tanto, que yo me imaginaba yendo a la selva a evangelizar y pasando grandes aventuras como misionero, esa es una idea que siempre me ha acompañado en mi vida como legionario, y cada misión que he tenido la he vivido así, con espíritu misionero.
Terminé mi bachillerato en la apostólica e hice mi candidatado y luego mi noviciado en San Antonio de los Alto, en Miranda, en el centro de Santa María de los Altos. Fueron 2 años (2012 – 2014), de mucha alegría, mi primer año todo fue nuevo para mí y lo viví con intensidad. El segundo año me costó un poco más, porque el padre instructor nos probaba en la virtud y buscaba que fuésemos buenos y santos religiosos, pero eso lo nota después que termina el noviciado. Tantas amistades, tantos ratos delante de Cristo en la Eucaristía y con la Santísima Virgen María me hicieron tomar la decisión de decirle siempre sí al Señor.
Mi mamá me dijo, antes de ir al noviciado, que cada vez que me sintiera solo o triste en el noviciado, que fuera con la Santísima Virgen y estuviera con Ella, porque Ella iba a ser mi mamá desde ese momento, y Ella siempre iba a estar a mi lado. Terminado el noviciado hice mis primeros votos. Estaba nervioso, pero a la vez lleno de felicidad, me estaba entregando todo a Dios, para toda la vida, y dentro de mi corazón siempre lo he vivido así.
El año de estudios de Humanidades clásicas (2014 – 2015) lo hice en la ciudad de Monterrey. Un año lleno de estudios, porque el horario era intenso, pero que buscaba tiempos de estar con Dios. La Filosofía la hice en Roma, 3 años (2015 – 2018). Años de aprender de Roma, todo nuevo y de convivir con mis hermanos. Luego hice 3 años de prácticas apostólicas en la ciudad de Monterrey, México (2018 – 2021); en el colegio Kilimanjaro, como instructor de formación y auxiliar del ECYD. Fueron años de crecimiento, de madurez, y en medio de una pandemia fueron años de redescubrir la vida de comunidad, años de ver todo el Bien que hace Dios por medio de nosotros, cuántas personas pude ayudar, acompañar y cuántas personas me quieren, Dios no se deja ganar en generosidad.
Regresé a Roma para estudiar la teología, 3 años (2021 – 2024), años muy hermosos, y difíciles, pues el discernimiento es más intenso pero que llena de alegría, y se ve “concluido” o “confirmado” por la profesión perpetua de los votos que hice el día 22 de agosto del 2023. Además de este regalo de Dios, también se acerca uno al altar del Señor y recibí los ministerios de lectorado y acolitado.
El don de Dios, del diaconado, lo recibí el 14 de septiembre del 2024, una gracia porque estuvo mi familia, en mi tierra, con gente que vio nacer mi vocación y comenzar este camino de Dios. Ahora me encomendaron la misión de ser asistente de novicios en el noviciado de Monterrey en México. Es una gran responsabilidad, porque estoy formando a los legionarios de mañana, a esos hombres que llevarán la Legión de Cristo y que quiero que se enamoren de Cristo, de la Iglesia y de la Legión de Cristo. Esos hombres que tienen que ser santos, no simplemente buenos, sino santos religiosos y sacerdotes legionarios.
Doy gracias a Dios, parafraseando a Santa Clara de Asís, por el haberme creado, por el haberme amado y el haberme llamado a la Legión de Cristo y le pido a Él ya la Santísima Virgen María que me acompañen en este ministerio que comienza. Amén.