«Iniciamos con toda la Iglesia el itinerario cuaresmal» ― Carta del P. Eduardo Robles-Gil, LC para la Cuaresma

¡Venga tu Reino!

1 de marzo de 2017
Miércoles de ceniza

A los miembros del Regnum Christi

Muy queridos amigos en Cristo:

Hoy iniciamos con toda la Iglesia el itinerario cuaresmal, que es un momento especialmente apto para la conversión personal al Evangelio, que se expresa de manera particular a través de la práctica de la oración, el ayuno y la limosna. Como es tradición en el Regnum Christi, quiero hacerme presente entre ustedes para compartirles algunas reflexiones que los puedan acompañar durante este tiempo de gracia y de salvación que Dios, en su Providencia, nos regala.

Este año la liturgia dominical de cuaresma nos invita, de modo especial, a redescubrir el don del bautismo por el que hemos sido injertados en Cristo, la vid verdadera, y hemos sido iluminados con su luz. Quiero fijarme en esta carta en el pasaje del ciego de nacimiento que se proclamará el IV domingo de cuaresma (Jn 9, 1-41). No pretendo agotar la riqueza de este pasaje, sino más bien invitarlos al diálogo con el Señor a la luz de su Palabra.

En su evangelio, san Juan presenta a Jesucristo como la luz que ha venido a este mundo (Jn 1, 9), luz que brilla en las tinieblas (Jn 1, 5) y nos capacita para ver todo como Dios lo ve. Jesús, cura al ciego y lo hace capaz de apreciar la belleza que hay en el mundo, la variedad de colores, de reconocer la diversidad que se da en el rostro de cada persona y de leer las emociones que se dejan entrever por nuestros ojos.  Y qué duda cabe de que todos nosotros tenemos necesidad de ser iluminados por Cristo, de pedirle que nos abra los ojos con la luz de la fe, para poder descubrir su presencia dentro de nosotros, en nuestros prójimos y en cada día de nuestra historia (cf. Jn 14, 20; Mt 25, 40; Mt 28, 20).

El ciego se fía de Cristo que lo envía a lavarse a la piscina de Siloé. Hace lo que Jesús le dice, se lava, y regresa viendo, hasta poder reconocer en aquel que lo ha curado al Salvador del mundo. Así también nos invita Jesús a cada uno de nosotros a fiarnos de su Palabra, de sus criterios evangélicos, de su amor y de su misericordia para poder ver la realidad con sus ojos y con su corazón.

Al final del evangelio de Juan, nos encontramos con un pasaje conmovedor en el que hay un eco de la curación del ciego de nacimiento, porque se le abren los ojos al discípulo amado (Jn 21, 1-14). El Señor resucitado está a la orilla del lago y pregunta a los discípulos si han pescado algo. Los invita a echar las redes a la derecha. Y de pronto, viendo solamente a un hombre misterioso que hace la pregunta típica que se hace a cualquier pescador, Juan exclama: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7). ¿Qué es lo que le permite a Juan ver más allá de las apariencias y de lo ordinario? Sin duda es la luz de la fe. Esta fe se convierte en caridad, en un deseo de compartir con los demás lo que ha visto, lo que ha experimentado (cf 1Jn 1, 1-3). El Espíritu Santo aprovecha este gesto aparentemente insignificante de Juan para tocar el corazón de Pedro, que se lanza al agua para llegar lo antes posible hasta Jesús.

En el trato cotidiano con Jesús podemos aprender a ver más profundamente la realidad, a descubrir la presencia misteriosa de Dios que se esconde dentro de cada acontecimiento y de cada persona. Cuando buscamos su rostro, aprendemos a reconocer a Jesús que se identifica con cada uno de nuestros hermanos, especialmente los más necesitados. Para un miembro del Regnum Christi, como para cualquier cristiano, esta experiencia de Jesús no puede ser algo que guarde solamente para sí. La caridad lo impulsa a compartirlo, a irradiar a Cristo, porque es siempre un apóstol.

En esta cuaresma, conviene que pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine para que no nos conformemos con una serie de prácticas externas, sacrificios y propósitos, que pueden ser muy buenos, pero que corren el riesgo de no tocar el corazón ni cambiar la vida. Deseamos, más bien, que Él nos abra los ojos para que podamos penetrar con la mirada del Amor y descubrir así a Dios actuando en nuestras vidas. Queremos que, por la fe, vayamos traspasando la corteza de las apariencias y de las máscaras que a veces usamos, en ocasiones voluntariamente y en otras de manera inconsciente, para reconocer a Cristo que vive en nosotros y también en nuestros hermanos: tanto en quienes nos resultan simpáticos como en quienes nos molestan o nos hieren.

Solamente con una mirada de fe y de amor como la de Cristo, que es un don que viene de lo alto, podremos amar a Cristo en nuestros prójimos y redescubrir que también nosotros somos hijos incondicionalmente amados. Acerquémonos a Cristo en estas semanas de cuaresma con la confianza del ciego de nacimiento y pidámosle que unja nuestros ojos, que nos lave con su Palabra y con los sacramentos, de manera que Él sea nuestra luz y que así nosotros podamos ser luz del mundo. Pidamos la gracia de ver a Dios presente y actuando en la Iglesia y en tantas personas que nos rodean para amarlo y servirlo a Él en ellas. Ojalá que esta cuaresma podamos ver en cada persona un regalo que Dios nos hace, pues en ella podemos ver a Cristo que nos habla, nos ama y nos invita a vivir como hombres y mujeres nuevos.

Les adjunto también el mensaje del Papa Francisco para esta cuaresma. Seguramente les dará luz para este período y puede ser un buen tema para reflexionar en familia y en sus equipos.

Pidamos por todo el Movimiento para que el Señor nos conceda una mirada nueva, llena de fe y de caridad, para descubrir y hacer brillar su presencia constante y misericordiosa en el mundo. Que la Virgen María, Reina de los apóstoles, nos alcance a esta gracia para toda la familia del Regnum Christi.

Su hermano en Cristo,

Eduardo Robles-Gil, LC


MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA 2017

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un nuevo comienzo, un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer en la amistad con el Señor. Jesús es el amigo fiel que nunca nos abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero 2016).

La Cuaresma es un tiempo propicio para intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19-31). Dejémonos guiar por este relato tan significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una sincera conversión.

1. El otro es un don

La parábola comienza presentando a los dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv. 20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.

La escena resulta aún más dramática si consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal. Mientras que para el rico es como si fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).

Lázaro nos enseña que el otro es un don. La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor. Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una llamada a convertirse y a cambiar de vida. La primera invitación que nos hace esta parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o en ella el rostro de Cristo. Cada uno de nosotros los encontramos en nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.

2. El pecado nos ciega

La parábola es despiadada al mostrar las contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como «rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado. La púrpura, en efecto, era muy valiosa, más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr 10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado. Por tanto, la riqueza de este hombre es excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días: «Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).

El apóstol Pablo dice que «la codicia es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos. El dinero puede llegar a dominarnos hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.

La parábola nos muestra cómo la codicia del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en hacer ver a los demás lo que él se puede permitir. Pero la apariencia esconde un vacío interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).

El peldaño más bajo de esta decadencia moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal. Para el hombre corrompido por el amor a las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado en su humillación.

Cuando miramos a este personaje, se entiende por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24).

3. La Palabra es un don

El Evangelio del rico y el pobre Lázaro nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el rico ha vivido de manera muy dramática. El sacerdote, mientras impone la ceniza en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm 6,7).

También nuestra mirada se dirige al más allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc 16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios. Este aspecto hace que su vida sea todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él mismo su único dios.

El rico sólo reconoce a Lázaro en medio de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su sufrimiento con un poco de agua. Los gestos que se piden a Lázaro son semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham, sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males de la vida se equilibran con los bienes.

La parábola se prolonga, y de esta manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles; pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen» (v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).

De esta manera se descubre el verdadero problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el corazón al don del hermano.

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor ―que en los cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador― nos muestra el camino a seguir. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados. Animo a todos los fieles a que manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana. Oremos unos por otros para que, participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la alegría de la Pascua.

Vaticano, 18 de octubre de 2016
Fiesta de san Lucas Evangelista.