La familia humana y

La familia humana y «Fratelli tutti» – Reflexiones a raíz de la Primera Jornada Internacional de la Fraternidad Humana

La Primera Jornada Intenacional de la Fraternidad Humana se lleva a cabo el 4 de febrero de 2021 y el Santo Padre Francisco participará en un encuentro virtual con el Gran Imán de Al-Azhar, con el Secretario General de las Naciones Unidas, Sr. António Guterres, y con otras personalidades.

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Por el P. Jesús Villagrasa, LC
Editorial de la revista Ecclesia XXV, n. 1, 2021 – pp, 3-10

Las expresiones “familia humana” o “fraternidad universal” parecieran analogías o imágenes, tan forzadas que su uso pareciera un abuso, o al menos la apelación al vago sujeto de un proceso irrealizable de armonización de las múltiples y complejas dinámicas ligadas a la globalización.

Ni lo uno, ni lo otro. La expresión “familia humana” significa el género humano y connota la unidad fáctica o moral de este género, la igualdad de todos los hombres y una indeleble aspiración humana a la fraternidad y a la paz. La expresión no es ajena al lenguaje común, pero ni su contenido es tan claro, ni hay que dar por descontado su reconocimiento práctico en la vida cotidiana de las personas, en las relaciones internacionales y en la gestión de los asuntos locales.

En la vida pública, “familia humana” es una categoría a menudo olvidada; se encuentra de forma recurrente casi exclusivamente en el Magisterio de la Iglesia Católica, donde ocupa un lugar importante. La última encíclica de papa Francisco lleva por título una expresión de san Francisco de significado similar: Fratelli tutti, hermanos todos. El Concilio Vaticano II dice en la constitución Lumen gentium (LG) que la Iglesia ha recibido de Dios la alta misión de ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1). Esta misión se convirtió en una prioridad para Juan Pablo II quien, dirigiéndose a la Curia romana con motivo de la presentación de las felicitaciones navideñas (21 de diciembre de 2004), dijo: «Queridos hermanos, tomemos cada día mayor conciencia de que la unión con Dios y la unidad de todo el género humano, comenzando por los creyentes, es nuestro compromiso prioritario» (n. 4). La unidad de la Iglesia y la unidad del género humano son una aspiración profunda de los cristianos y late en el corazón de los hombres: «Suelo percibir –concluía en el mismo discurso– este anhelo de unidad en los rostros de peregrinos de todas las edades» (n. 6).

La idea de una “familia humana” está ya presente en los primeros libros de la Biblia y en la antigüedad griega y romana; fue profundizada y enriquecida por el cristianismo, y se encuentra en el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU (1948) y en el Concilio Vaticano II.

Los primeros capítulos de la Biblia muestran que toda la humanidad desciende de los primeros padres, Adán y Eva. La “soledad” de Adán y las formas básicas de relación – la ‘alteridad’ de Adán-Eva y Caín-Abel, y el ‘nosotros’ de la familia humana – ya están presentes en el relato del Génesis. El pecado rompe la unidad del género humano y se propaga en formas cada vez más penetrantes (cf. Gn 3-9).

A lo largo de la historia, Dios trata de salvar a la humanidad y de reunirla pasando por varias etapas. «La alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la economía divina con las “naciones”, es decir, con los hombres agrupados según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes (Gn 10,5)» (Catecismo de Iglesia Católica – CIC – 56).

La “tabla de los pueblos”, en Génesis 10, expresa la realización de una bendición divina sobre la humanidad, vista como una sola familia compuesta por miembros diferentes. Al comienzo de la historia de la salvación, precisamente cuando la humanidad emerge del diluvio, este texto subraya de manera casi programática la unidad de la humanidad y, al mismo tiempo, el valor positivo de la diversidad. Si la “tabla de los pueblos” muestra el valor positivo de la unidad en la diversidad de pueblos, la dispersión consecuente al proyecto de la torre de Babel, en Génesis 11, muestra por contraste el valor negativo de su división. Un proyecto de unificación de los pueblos puede convertirse en “dominio” y la diversidad puede generar “confusión”. En el plan divino de salvación, este orden de la pluralidad de naciones «está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6)» (CIC 57).

Las visiones contrapuestas de unidad y diversidad presentadas en Génesis 10 y 11 encontrarán su síntesis en el pasaje de la migración de Abraham (Gn 12,1-3) que constituye la conclusión de la historia de los orígenes y el comienzo de la historia patriarcal. La migración de Abraham, el “nombre” (v. 2) y la bendición para todas las familias de la tierra, se oponen a la migración de los constructores de la torre de Babel (11,2), al “nombre” que quieren hacerse (11,4) y a la dispersión que cierra el episodio de la torre. Para reunir a toda la humanidad dispersa, para reconstituir la familia humana, Dios elige a Abram y lo llama a salir de lo que para él era más propio y querido, su país, su parentela, la casa de su padre, para hacer de él Abraham, es decir, «el padre de multitud de naciones» (Gn 17,5): «Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,3).

«El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rm 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de la Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16)» (CIC 60). En la descendencia prometida por Dios a Abraham serán bendecidos todos los pueblos de la tierra. Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3,16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará ‘la unidad de los hijos de Dios dispersos’ (cf. Jn 11,52)» (CIC 706).

La idea de una “familia humana” se encuentra, de forma embrionaria, en el mundo antiguo greco-romano desde los primeros testimonios; en los poemas homéricos, incluso en el sentido propio como parentesco de sangre, debido a las historias genealógicas de las que se nutren la religión clásica y el pensamiento prefilosófico primitivo: dioses y hombres son vistos como emparentados e “hijos” de la divinidad. Zeus es el “padre de los hombres y los dioses”. El griego arcaico tiene un fuerte sentido de la unidad de la raza humana. Sin embargo, el desarrollo histórico posterior, especialmente en el momento de las guerras persas, tiende a enfatizar los motivos de diferenciación entre griegos y bárbaros.

El florecimiento del pensamiento sofístico, filosófico y científico del siglo V a.C., si bien en ocasiones parece aportar sustento teórico-científico a teorías “racistas”, generalmente constituye un momento de profunda reflexión sobre el hombre que eventualmente concluirá, gracias también a acontecimientos políticos como el imperio conquistado por Alejandro Magno y el Imperio Romano, en un universalismo como el presente primero en las filosofías helenísticas y luego en el pensamiento romano de Cicerón y Séneca.

Estos y otros pensamientos incipientes en la filosofía griega se desarrollarán gracias al cristianismo. Piénsese, por ejemplo, en conceptos como persona y comunidad. Los grandes filósofos antiguos ya habían señalado la grandeza de la persona: la dignidad espiritual de su vida intelectual, su profunda aspiración a lo absoluto, la vida moral de su conciencia, su capacidad para buscar lo verdadero, bueno y bello. Y mostraron la estrecha relación de la persona y la comunidad. Baste mencionar las consideraciones platónicas sobre el origen de la comunidad: esta surge de las múltiples necesidades humanas (Platón, República 369 b). Aristóteles cree que el hombre es un animal social y, aunque no tuviera necesidades que satisfacer, desea vivir en comunidad (Política III, 6, 1278 b) pues, por su naturaleza social, la persona desea la vida comunitaria por sí misma y no solo por su utilitas. Vivir en comunidad es connatural al hombre. Estas visiones de la connaturalidad al hombre de la vida comunitaria estaban lastradas por algunos límites estructurales, pues faltaba una trascendencia clara y fuerte de la persona sobre la comunidad política.

El cristianismo enriquece la idea de la “familia humana” y purifica y lleva a plenitud los conceptos de persona y comunidad. La unidad del género humano es uno de los mensajes más bellos y, al mismo tiempo, más exigentes que el cristianismo, como levadura de la historia y la civilización, ha introducido en la cultura. Y esto porque la idea de persona, vista en su eminente dignidad, es fruto de la inspiración bíblica – especialmente neotestamentaria – y porque, desde un punto de vista conceptual, se formó dentro de las disputas trinitarias en la época de los grandes concilios ecuménicos de la antigüedad, y luego se enriqueció con el pensamiento de los Padres, y de los filósofos y teólogos medievales y posteriores. Paralelamente a la historia del concepto de persona, se desarrolla, gracias al cristianismo, el concepto de comunidad.

A partir de la experiencia de fe en Jesucristo muerto y resucitado, las primeras comunidades cristianas superaron no solo los límites de las antiguas concepciones filosóficas, sino también el etnocentrismo de la tradición judía y se abrieron a la acogida de los extranjeros. Jesús expande el mandato bíblico del amor al prójimo para abrazar al extraño y al enemigo. Acoge a todos como hermanos: pobres, enfermos, pecadores, mujeres y niños, excluidos de la sociedad de su tiempo. En Jesucristo, solidario con la condición humana y redentor por su muerte de cruz, los primeros cristianos reconocen al Hijo a quien Dios exaltó haciéndolo Señor universal.

En esta fe en Cristo Señor se injerta la misión cristiana abierta a todos los pueblos, sin distinción de cercanos y lejanos, judíos y paganos, pertenecientes a su propia etnia o extranjeros. Pablo de Tarso tiene una vocación específica a ampliar los horizontes de la predicación de la fe cristiana. Siguiendo sus huellas, los discípulos de Jesucristo, con la fuerza del Espíritu, recorren un mundo “sin fronteras”, llevando el anuncio de un Dios que es Padre de todos, acoge y perdona a todos, hasta los extremos confines del mundo. La misión divina supera todas las barreras étnicas, religiosas y culturales para formar de pueblos diferentes y divididos una sola humanidad, nueva y reconciliada; y cada vez que se reconstituyan estas barreras, los cristianos deberían encontrar en su fe la fuerza para derribarlas.

El cristianismo ha contribuido a hacer aflorar en los hombres una conciencia más fuerte y viva de la dignidad de cada persona y de la unidad natural del género humano. Esta convicción general se refleja en el uso de “familia humana” en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que parece sugerir un hecho ontológico: que todos los hombres, de una forma u otra, derivan de un solo principio y, por lo tanto, tienen la misma naturaleza e igual dignidad. Este hecho es una premisa básica de toda la declaración. De hecho, el Preámbulo se abre con esta afirmación: «La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana».

Esta declaración es la primera clara internacionalización de los derechos humanos, pues previamente eran considerados un asunto interno de los Estados. De hecho, la única acción de un gobierno fuera de sus fronteras consistía en la protección diplomática ejercida a favor de un ciudadano propio, pero no como persona digna y sujeto de derechos válidos en todas partes, sino como sujeto protegido. Tras los crímenes de la Segunda Guerra Mundial, en la arena internacional creció la convicción de que por encima de la soberanía de los Estados se encuentra el respeto a la dignidad y a los derechos del hombre, como hombre, por ser hombre y miembro, precisamente, de la familia humana.

El Concilio Vaticano II utiliza el término “familia humana” al menos cuarenta veces. Es otra forma de significar la unidad del género humano, pero con una particular carga de connotaciones. La expresión se presta, sin duda, como un recurso para el discurso parenético. Pero, más allá de la parénesis, “familia humana” se refiere en primer lugar a un dato ontológico, a un “ser”, y solo como consecuencia a un “debe ser”: una tarea, un desafío moral y una meta para los miembros que pertenecen a ella. De hecho, en el Concilio se articulan estos tres significados o dimensiones de la “familia humana”: dato de hecho, tarea ética y meta.

En los textos del Vaticano II la idea de la “familia humana” aparece como un dato evidente de la condición humana: a menudo se habla de ella como si fuera indiscutible que todos los hombres forman biológica y ontológicamente una unidad (GS, 2, 3, 29, 37, 38, 56, 57, 63, 74, 86, DH, 15, IM, 3). Este dato ontológico, en las últimas décadas, parecía percibirse mejor. «La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas» (GS, 5). Con su ingenio, mediante la ciencia y la tecnología, y «con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo» (GS, 33). Los Padres conciliares expresan la alegría de ver que la humanidad, después de las inmensas laceraciones de las guerras mundiales, se reagrupa, de hecho, en una nueva y estrecha «unidad civil, económica y social» (LG, 28).

De la observación de una creciente interdependencia entre las naciones, el Concilio saca una idea del bien común cada vez más universal, que implica «derechos y obligaciones que miran a todo el género humano» (GS, 26). De hecho, el Concilio observa que la familia humana ha llegado a un punto crucial en su desarrollo en el que solo el logro de la paz universal puede salvarla (cf. GS, 77). Por un lado, por tanto, el Vaticano II observa con satisfacción que se está logrando la unidad de la familia humana; por otro lado, su aspecto dramático no es silenciado, pues en la era atómica el potencial de los conflictos ha alcanzado tal dimensión que solo su regulación pacífica a nivel planetario puede salvar a la humanidad de la catástrofe. En el Concilio la idea de familia humana está presente sea en el contexto de la naturaleza de las cosas, sea en el de la situación contemporánea como en el de la conciencia ética.

La idea de “familia humana” en el Concilio Vaticano II se encuentra, también, en una tensión entre dos polos: la creación y el éschaton. Ya es una familia, pero todavía no del todo. El hecho de provenir de un solo Creador nos hace hermanos por naturaleza, pero debemos convertirnos en familia y familia de Dios; ésta es la meta final a la que Dios conduce a los hombres: somos hermanos por vocación y por gracia: «Dios Padre es el principio y el fin de todos. Por ello, todos estamos llamados a ser hermanos» (GS, 92). Entre la creación y el éschaton se encuentra la historia del pecado y la salvación. Por tanto, la realización de la unidad de los hombres debe pasar por una obra de redención y regeneración. La unidad del género humano no es un punto de partida pacífico, que las situaciones posteriores no puedan tocar, ni existe un proceso evolutivo que conduzca inexorablemente a la humanidad hacia ese objetivo. La familia humana es una unidad de origen y destino; la primera es de hecho; la segunda, en cambio, debe ser conquistada y construida. La idea de la familia humana como familia de los hijos de Dios no se opone a la del género humano unido en su raíz natural y que lucha por la unidad en su actual desarrollo científico, económico, social y político: su unidad, entendida como don de la gracia y fruto de la obra salvífica de Cristo, se opone sólo al “poder de las tinieblas”, es decir, al poder del pecado que trastorna el designio de la creación (cf. GS, 37).

La misión de la Iglesia, que se propone como sacramento de la unión de los hombres con Dios y de la unión del género humano, forma parte de esta obra salvífica de Cristo:

Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres “de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9); al mismo tiempo, la Iglesia es “signo e instrumento” de la plena realización de esta unidad que aún está por venir (CIC 775).

Desde su origen la Iglesia es universal, católica. San Juan Pablo II afirmó ante el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el 10 de enero de 2005, que, para el cristiano todo hombre es un hermano: «La Iglesia católica, universal por naturaleza, está siempre implicada directamente y participa en las grandes causas por las cuales el hombre actual sufre y espera. Ella no se siente extranjera entre ningún pueblo, porque donde se encuentre un cristiano, miembro suyo, está presente todo el cuerpo de la Iglesia. Más aún, dondequiera que se encuentre un hombre, allí se establece para nosotros un vínculo de fraternidad» (n. 3).

En la encíclica Fratelli tutti, la idea de familia humana se desarrolla bajo la forma de fraternidad universal; se trata de «una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite» (n. 1). Para reconocerla se requiere un «corazón sin confines, capaz de ir más allá de las distancias de procedencia, nacionalidad, color o religión» (n. 3).

En el llamamiento final, papa Francisco recuerda la premisa teológica: que Dios «ha creado a todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos» (n. 285). El papa invita a soñar, a orar y a comprometernos. Podemos soñar juntos en esta familia y fraternidad universales: «Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos« (n. 8). Pero, sobre todo, somos invitados a orar: «Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal» (n. 287). Y finalmente a comprometernos en la obra común: «Reconocer a cada ser humano como un hermano o una hermana y buscar una amistad social que integre a todos no son meras utopías. Exigen la decisión y la capacidad para encontrar los caminos eficaces que las hagan realmente posibles. Cualquier empeño en esta línea se convierte en un ejercicio supremo de la caridad» (n. 180). Y quizás sobre todo en el campo de la ‘caridad política’.

Familia humana y fraternidad universal no son utopías, imágenes o sentimientos vagos. Son una realidad que ya se da como dato ontológico, pero que todavía no está realizada en plenitud, porque se nos ofrece como tarea moral y don de lo alto: hermosa realidad y compromiso ineludible.